lunes, 26 de septiembre de 2011

Y se trata de eso, de saber apreciar lo bueno, lo mejor.

Cuatro de la tarde de un día cualquiera, temporal revuelto, con alguna que otra tormenta que parece rebotar en todos los tejados de nuestro alrededor, alguna lluvia esporádica que manchaba el cielo de un gris que encapotaba el azul de aquel cielo veraniego, que siempre se echa de menos. Manos frías, temblorosas pero entrelazadas, que mejor que una tarde, con no muy buena compañía, pero siempre la preferida, con el abrazo que necesitas siempre a punto, en el momento más oportuno. Café, negro, fuerte, caliente, para templar los cuerpos, que de los grados que hacía, casi ni la boca más caliente podía articular palabra, los dientes no paraban de chocar los unos contra los otros, casi a más velocidad, de lo que latían los corazones helados, incluso a más velocidad de las gotas que caían  monótonas contra el cristal empañado, y así, iba transcurriendo una tarde que a priori parecía que iba a dejar mucho que desear, pero que al final fue una de las tardes más intensas que se podían llegar a contar, horas interminables frente a aquella película que dejaba al descubierto las lágrimas de ambos, que por protagonistas se podían dar por aludidos, y que por final, llenaba de recuerdos amargos para cualquier expectante, pero que dejaba con ganas de más.

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